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viernes, 5 de julio de 2013

Los 'castrati'... ¿medio dioses o medio hombres?


Amados por el público, ricos, célebres y famosos, fueron los grandes divos de la época barroca. A comienzos del XVIII, unos 4.000 niños eran castrados cada año en Italia

 

Autor: JOAQUÍN ITURRALDE
(tenor del Orfeón pamplonés)

One God, one Farinelli!»... (¡Un Dios único, un único Farinelli!), singular bravo, lanzado desde el fondo de la platea en la presentación del ‘primo uomo’ del momento en el Teatro de la Nobleza de Londres, aquella noche de ópera del verano de 1734, quedará en el tiempo resonando. Sólo unas horas más tarde, un despechado Carlo Broschi – menospreciado por el gran Haendel– increpa a su alter ego ‘Farinelli’ que le contempla con una mirada agridulce desde el otro lado de uno aquellos espejos venecianos, en la intimidad de su alcoba: «Oh, no... ¡Un único Dios y tan solo un castrado!»

Sobre esos dos abismos cabalgaba la vida de aquellos seres singulares, los ‘castrati’– el ‘tercer sexo’ se ha dicho de ellos alguna vez–, que vivían de y por la música en la Europa de los siglos XVII y XVIII: sublimes para la música sobre los escenarios, mutilados en su propia intimidad. ¡Excelsos juguetes rotos!

‘Castrati’, palabra con la que se designará a los cantantes varones castrados antes de la pubertad (después de los 7 años y antes de los 12) para preservar el registro vocal de soprano o contralto. 

¿Cómo pudo llegar a ser normal semejante práctica bárbara? Por más que nunca estuviera permitida, incluso se castigaba con la excomunión, era de la forma más natural consentida, e incluso defendida (‘castrati di Dio’). Presentada muchas veces como reparación de un accidente o una enfermedad... y cumplido el requisito legal del consentimiento de los padres y del propio niño, ¡los números resultaban bastante más difíciles de maquillar! Parece que en 1694 cantaban unos 100 ‘castrati’ en las iglesias de Roma, y en 1780 pudieron llegar a 700. Y hay quien estima que en la primera mitad del siglo XVIII, en algunas épocas al menos, se castraban en toda Italia unos 4.000 niños al año, la mitad de ellos en Nápoles. Si añadimos a ello las precarias condiciones sanitarias de la época, el drama estaba servido: ¿cuántos quedaron en el camino hacia la fama rotos, inútiles, amargados... cuando no muertos? 
Ni la prohibición (de la actuación de mujeres en los actos litúrgicos y sobre los escenarios), ni la tradición (coros de hombres ‘falsetistas’) pueden explicarnos el fenómeno. ¿Cómo pensaba y sentía aquella sociedad?

Si esas voces provocaban tal admiración entre el público de la música barroca fue porque correspondían al gusto de la época por los registros agudos, los únicos que permitían brillar en el canto ornamentado. No era la naturaleza lo que dejaba impresionadas a aquellas gentes, sino todo lo producido por la mano del hombre: desde unos espectaculares fuegos artificiales ¡hasta unos cantantes emasculados! Aunque una belleza singular tenían que tener aquellas voces para justificar su supremacía durante dos siglos. Y la ambigüedad sexual no era, precisamente, uno de sus menores atractivos...

Comenzarán a extenderse por Europa, como una mancha de aceite lo hace sobre el agua, desde oriente y a través de la España mozárabe a partir de la Iglesia de Roma. La incorporación al coro pontificio de la Capilla Sixtina de Francesco Soto y Giacomo Spagnoletto, dos moriscos españoles más que probablemente ‘capones’ –como se les llamaba con un cierto deje zumbón en la España de aquellos días–, será el inicio de una dirección a la que no hubo ya forma de dar marcha atrás. Las voces más monocordes y apagadas, con menos armónicos de los ‘falsetistas’ –hombres que cantaban con su voz natural aflautada, modulada ‘de falsete’, para lo que utilizaban sólo una parte de sus cuerdas vocales como hacen los actuales contratenores– serán sustituidas sin piedad por las voces más aterciopeladas, naturales y brillantes de los ‘castrati’.

Después, con la ópera seria italiana, la propagación adquirirá caracteres de incendio en un pajar. Desde Italia se exportará la música y los cantantante a toda Europa (con la excepción de Francia, donde nunca fueron bien vistos). Y todos los grandes compositores de la época compondrán para ellos: Monteverdi, Haendel, Glück, Scarlatti, Mozart...

El nacimiento de los divos

El castrado Farinelli
Con los ‘castrati’ nació el concepto de divo en la ópera, la divinización del cantante. Su propia condición de androginia parecía hacerlos más cercanos a la divinidad. Por primera vez supo el mundo hasta dónde puede llegar la devoción por el artista. ¿Cómo muchos niños no iban a querer ser como aquellos divos con todo lo que representaba: triunfo, prestigio, dinero, vida social... y hasta amores ardientes? El caldo de cultivo era la extrema pobreza en que vivían y las expectativas que ser ‘castrato’ les ofrecía.

Un mismo tipo de voz, pero voces distintas, cada uno la suya, de registros más o menos amplios, con mayor o menor colorido, agilidad, potencia. Algunos hacían vibrar al público con su asombrosa técnica de la ornamentación, compitiendo incluso con ventaja con los instrumentos de viento, y otros conmovían a su auditorio con la sensibilidad y el patetismo de sus voces y su juego escénico. Pero algo singular había en la voz de todos aquellos ‘castrati’ que conmocionaba...

Cantando Pacchiarotti una noche de 1776 en Forlì, al pedir explicaciones al director de orquesta, interrumpiendo su aria, porque conmovidos los músicos –y no sólo el público – habían ido dejando de tocar recibió como respuesta, entecortada por la emoción: «¡Estoy llorando, señor!...»

La castración no será, pues, sólo un acto quirúrgico: la selección de las mejores promesas, su formación en escuelas y por maestros consagrados a la tarea, los ejercicios de horas, días, años harían de niños como Carlo Broscchi sensibles y divinos virtuosos como Farinelli. Una vez castrado el niño no experimentará muda en su voz: al no descender la laringe, las cuerdas vocales quedan más cerca de las cavidades de resonancia. El sonido de la voz es más claro, más brillante, más cálido porque contiene más armónicos. Un singular desarrollo del tórax propiciado por la falta de hormonas masculinas, unos potentes músculos que les dará su propio crecimiento y un trabajo colosal de ocho horas diarias en las técnicas de emisión y respiración les proporcionarán una hermosa y potente caja de resonancia al servicio de aquellas pequeñas cuerdas vocales. Surge así una voz sensible, de trinidad sublime, diferente de la masculina por su ligereza, su flexibilidad y sus agudos, de la femenina por su brillo, su limpidez y su potencia, y superior a la del niño, con la que conseguirán una expresividad angelical a costa de una personalidad desgarrada.

Entre los muchos anónimos ‘castrati’, y los que quedaron en el camino, algunos pudieron sentirse compensados por la fama y los privilegios. Además del reconocido Farinelli que llegó a ser un personaje importante en la corte española de Felipe V, al que consoló durante años de su melancolía: Siface, que se atrevió a rechazar una invitación de Luis XIV; Ferri, famoso protagonista de intrigas palaciegas; Caffarelli, Velluti, Tenduci... mujeriegos empedernidos, famosos por sus escándalos amorosos; y otros como Senesino, Bernacchi, Pacchiarotti , Guadagni, Marchesi , Crescentini que fueron simplemente ¡divinos!
A finales del siglo XVIII, el surgimiento de las ideas racionalistas así como los nuevos gustos que se imponen en la música (romanticismo) harán innecesarios y arcaicos a los ‘castrati’, quedando reducidos al ámbito eclesiástico en el que nacieron, hasta su extinción definitiva todavía no hace un siglo. El último ‘castrato’, Alexandro Moreschi, moría en 1922. 
El redescubrimiento reciente del Barroco y la puesta en escena de aquellas obras escritas para ‘castrati’ los sacarán de nuevo del armario del olvido, a la par que fomentarán la polémica entre los entendidos sobrecuál sea la mejor opción para sustituirlos. Porque su voz natural, la que intenta reproducir con una mezcla electrónica de una soprano y un contratenor la excelente película que el director belga Gerard Corbiau hizo en 1994 sobre la figura de ‘Farinelli’, ¡ha quedado enterrada en la historia!

Texto: Joaquin Iturralde (Tenor del Orfeón Pamplonés)
Gráficas: www.oakweb.ca    www.laopera.net

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